Tuesday, May 20, 2008

Los guardacantones de Lima (una ciudad que se devora a sí misma)

Cuelgo aquí un artículo último, publicado el pasado lunes 12 de mayo en la edición 69 de Variedades, el suplemento semanal del diario El Peruano. Trata sobre los guardacantones de Lima, aquellas prendas urbanas ya extintas. Y de una ciudad cayendo bajo el boom de la construcción.
Recuerdos de un símbolo urbano desaparecido y olvidado
Ciudad de guardacantones
Es Lima una urbe en constante transformación. Quizás en mayor medida que otras capitales del continente. Poco queda de la ciudad alabada por cronistas y viajeros, sin embargo, aún sobreviven huellas, historias que podemos seguir en búsqueda de lo perdido.
Por: Daniel Contreras M.


Lima, la histórica, pronto no será más que el recuerdo de un gran recuerdo. En esta ciudad que se devora a sí misma, cada día queda menos del pasado prehispánico o del sueño de la arcadia colonial. Poco de la urbe republicana o de la utópica y monumental capital de las primeras décadas del siglo XX, e incluso, de la moderna metrópoli de los sesenta.

Emergencia urbana en Lima, pues lo que sobrevive, sufre un maltrato que trasciende el ámbito de lo arquitectónico invadiendo otros retos sociales como el cuidado de la vida misma.
Bajo el añejo alud de la transformación han desaparecido longevos puntos de referencia en la metrópoli. Inmuebles, monumentos, calles, plazas, negocios, son un recuerdo enterrado en la memoria de generaciones ya extintas. Al igual que ciertos elementos, quizás inútiles ante las actuales necesidades de la ciudad, pero otrora indesligables al escenario capitalino.


Tan solo hacia 1935, el escritor José Gálvez mencionaba en sus Estampas Limeñas a los guardacantones de la ciudad, esas pequeñas columnas infaltables en cada esquina y lamentaba su progresiva desaparición. Añoranzas coloniales, por “una culebrina antañosa, o una lombarda en desuso”. Una protección urbana en todo caso, inventada en las calles de Roma y en cuyas raíces símbólicas muchos sospechan un culto fálico. Un símbolo y una utilidad traspasada siglos después a las calles españolas como guardaruedas y éstas a su vez, a las del Nuevo Mundo.

Carrozas y cañones
Lima hacía 1713 era descrita por A. F. Frezier como una ciudad en la que sorprendentemente “pueden contarse como cuatro mil calesas” jaladas por caballos o mulas.
Otro viajero, Tadeo Haenke, graficaba el fulgor limeño de 1801 a través de sus calesas charoladas, “las más costosas en este género de carruajes”. Época auroral del tráfico limeño al interior de las murallas donde las veredas adoquinadas eran al ras de las pistas.
Es hacia la cuarta década del siglo XIX que entra en escena el guardacantón con el fin de proteger a los urbanos paseantes del raudo paso de los vehículos junto a ellos.
Pequeños cañones del siglo XVIII enterrados con la culata hacia arriba en calles y esquinas. Dramáticos remanentes en desuso de los enfrentamientos entre ejércitos realistas e independentistas.
Curioso caso el limeño, pues el primigenio culto al falo que se cierne sobre los guardacantones de piedra se convierte aquí en una alegoría de la paz. Tal como en febrero de 1922 la revista Variedades sugiere en un artículo escrito en las largas postrimerías de la Primera Guerra Mundial.
“Cañones que enterrados de boca en el suelo, son como una promesa de paz y un símbolo apropiado del desarme, por el que ahora se agita el mundo”, sostenía el anónimo redactor.
Idea que se fortalece a la luz de algunas historias sobre guardacantones a la entrada de un inmueble solariego, anuncio inequívoco de estar ante una Casa de Cadena, aquel lugar creado en el virreinato donde los esclavos que huían tenían derecho de asilo.
La esquina republicanaSi Lima fue la ciudad de los balcones, también lo fue de los guardacantones. Éstos, para épocas republicanas ya habían encontrado nuevos usos para nuevos personajes.
La afectada prosa de Gálvez lo describe así: “[sobre ellos] hubo siempre un pisaverde atisbador de la novia, un policía filarmónico quien en su silbato de carrizo ensayaba andinos yaravíes, un borrachito vocinglero y vitoreador, y un perrito chusco y regañón gruñidor de las viejas”.
De este periodo datan las primeras fotografías de la Plaza de Armas. En las fechadas hacia 1860 se aprecian los veinte guardacantones que rodeaban la pileta como protección ante equinos sedientos. Ya en 1876 habían sido retirados y reemplazados por una jardinela perimétrica enrejada.

Es alrededor de esta fecha que los cañones afectados por la herrumbre son retirados y enterrados en diversas zonas de Lima. Por ello noticias como la del 4 noviembre de 1966 cuando obreros de la entonces Corporación de Saneamientos de Lima (COSAL) hallaron uno cerca al puente Balta. O el celebre cañón exhumado en octubre de 1996 en plena Plaza Mayor y colocado luego en los balcones del municipio.
Última suerte
Durante el segundo gobierno de Piérola a fines del siglo XIX los guardacantones fueron renovados, repintados y limpiados del fuerte orín que los oxidaba. Aún así, no resistieron el embate de los tiempos.
Para el Oncenio de Leguía los cambios urbanos hacían mella en su presencia. En 1922, Variedades mencionaba los últimos de Lima. Como aquel de cobre en la esquina de Piedra y Panteoncito, hoy cruce de los jirones Callao y Rufino Torrico y ese otro enorme en la entrada de la carretera al Callao, hoy primera cuadra de la avenida Colonial.
Existían cuatro guardacantones en el Palacio de Torre Tagle. En los alrededores de la Plaza 2 de Mayo eran incontables y cerca, en la esquina de Malambito, hoy cuadra siete del jirón Moquegua otro de cierta fama. Un par más descansaban en el pórtico del Hospital de Santa Ana, hoy Maternidad de Lima en los Barrios Altos.
Otros de los que queda registro son el de la esquina de la Iglesia de San Agustín con Lartiga, hoy cruce de Camaná e Ica. Varios a lo largo del Jirón de la Unión, como los ubicados en la puerta de la Iglesia de la Merced. Muchos más en la actual calle Trujillo, hacia la Plazuela de San Lázaro en el Rímac.
Al presente es posible ver unos cuantos, por ejemplo, en la Capilla de la Soledad en la Plaza San Francisco. Dos más en el Batallón de Asalto de la cuadra uno de la avenida Abancay. Igualmente en el Colegio Real de la tercera cuadra de Andahuaylas. O espectar finalmente las nuevas versiones que pueblan entre otras la calle Manuel Bonilla en Miraflores.
Emergencia de la historia que nos toca vivir como mudos testigos. Modernizar no es derrumbar para levantar condominios o negocios sin respetar la arquitectura de una zona. Se requiere de unlargo y difícil aprendizaje que implica el respeto por lo nuestro. Se trata de adecuar los viejos legados, respetando una herencia de época que da identidad a esta ciudad. La memoria visual que no debe ser borrada.